domingo, 4 de mayo de 2008

LA TRAGEDIA NOVELADA ( V )


Apretones de mano de tío Juan “Bigote” y de la señá Concha y un cruce de sonrisas entre Roque y Rosarito, pálidos de emoción…

- Sí: se encontraba muy mejorado y con ánimo para volver enseguida al trabajo. Creyeron que era más, pero no: no fue casi nada; un rasguño de esos de las minas…nada…

- ¡Hola, Ulogio! ¿Aquí andas tú también? – saludó tío Juan al vecino de cama del “Choqueto” y algo pariente de ellos por parte de la madre.

- Aquí andamos, tío Juan; pero…esa es la cosa: que no andamos, porque mi cate ha sido también en una pierna, como ese.

Y Ulogio, como el tío Juan le llamara, les estuvo relatando la ocurrencia del accidente, quedando sola Rosarito sentada en el banquillo de madera, colocado al lado de la cama en los días de visita. Fue un movimiento rápido con que su mano derecha quedó presa en la zurda de Roque, con presión casi dolorosa, y los ojos de ambos se encontraron en choque rudo, recio, furiosos de pasión.

¿Cinco, diez segundos?... algo así como la duración de un beso… y eso fue: pues ambos, a la vez, se soltaron de la mano para estallar en risa sofocada, sin explicación para nadie que no fuesen ellos. Y en susurro, casi al oido, el Choqueto le cantó:

- ¡Cuánto te quiero, Rosario!

- ¿Te duele eso mucho, Roque? – desvió ella, porque sus padres volvían ya del número 34, donde habían gastado unos minutos rellenando el hueco que, el saber de sus años, había dejado libre a los críos…

Las palmadas del guarda y el rotundo “¡vamos, vamos!” marcó el momento de las despedidas hasta el jueves, y de la entrega de paquetes de golosinas y de cigarrillos a los vencidos de siempre…

¡Qué noche, madre mía, sin pegar un ojito siquiera, a vueltas y más vueltas con aquello…!

Rosarito no se perdonaba semejante cobardía…bueno: cobardía no. Tontería ¡eso sí! ¡Pava, pava!. Y justamente ya para dispararse el despertador, se hundió toda ella en el indefinible abismo del sueño, allá a lo hondo, a lo hondo…

Cuando su madre entreabrió la puerta del cuarto para cantarle la machacona letanía “¡niña, las cinco!”, respiraba recio, fuerte, y su madre hubo de llegar hasta la cama misma, alarmada ante la falta de la habitual respuesta, llegando hasta a sacudirla una y otra vez, consiguiendo que su hija, casi ausente de la vida, se rebullese perezosa, envuelta en el rezongo de un retahiloso “¡sí, mamá; voy, voy!”.

- ¡Vaya susto, hija! Estabas como en el otro mundo. Anda: aligera, que ya hace un ratito que papá se marchó.

- ¿Es que sabes? Me he pasado la noche dando vueltas sin conseguir dormirme, y con un sueñazo ¡uf!. Y a todo esto sin saber por qué: yo no sé, no sé…

- Yo sí, yo sí – masculló su madre -. Anda, vístete ligerita.

Y la señá Concha “la Guapa”, desdibujando una sonrisa de comprensión, dirigiose diligente al escuálido comedorcito para alistar la taza de café con leche y unas cortecitas de pan migado, desayuno invariable de la familia. Pero Rosarito apenas cató el mísero refrigerio; no tenía ganas.

Y las incitaciones de la madre, en choque con las muecas de desgano de la hija, agotaron casi los escasos minutos disponibles: el tiempo justo para el beso de despedida y la salida atropellada, volandera, camino del fichero.

¡Que rabia! – se remordía -. Ayer en el trayecto desde el hospital a su casa había casi arrancado del bolsillo del delantal, el bueno, el de abalorios, el de los Domingos. De no haber sido ella tan cobarde, tan pava, pudo muy bien haberle contestado a Roque siquiera…”y yo a ti, y yo a ti”. Un segundo, un momento, nada… Y el pobre bolsillo había pagado el pato. Caminaba ahora ligera; volaba como golondrina a ras de tierra, calzada con unas alpargatas de lona blanquísima y piso de cáñamo, silenciosas, leves, aladas. La enagua de muchos pliegues, vaporosa, a rayas azules; el corpiño rosa claro, prieto al busto soberano velado por el pañuelo de talle, de percal rameado, con flequillos de la misma tela y una gargantilla de corales que presumían de auténticos. A la cabeza nada: era buen tiempo y, con su hermoso rodete de pleita ¿para qué más? Flores, no. No recordaba haberse clavado en el pecho (en el pelo nunca) más que los nardos que le regalaba Roque, ya dos años seguidos, en la madrugada del sábado de la Virgen del Rosario, allá en Octubre, última noche de la Esquila y momentos después de recogerse la Virgen.


¡Ay, aquella madrugada de Octubre…!
Exaltación Lírica

¡Alborada de Octubre: que aún caliente
tu vaho los tintines de la Esquila
caldeando las coplas del Rosario!
No cese de aguijar en tus entrañas,
sin engrasar la herrumbre de tus goznes,
el hambre de sus cantos.
Lagoteras quiñadas de las Osas,
madrineras de ruborosas albas,
fulguren con sus nardos…
Voces secas de troncos renegridos;
voces frescas, ansia de lejanías,
con dejillo cansino de trabajo…
¡Vive así, madrugón, aun dando tumbos,
embozado en las vueltas de esa capa,
ya un marrón desteñido el de su paño!
Y reempalma, ¡ay, madrugón tozudo!
tu arregosto de flautas y violines,
repelucos de púas y de arcos,
inundando a la Virgen
de un brazado de coplas alumbradas
con candiles de hermanos…

Va la Señora en basculantes andas
En hombros de titanes soportadas:
¡luz, lírica embriaguez, asombro, encanto!
Reflejazo de lágrimas
en el bronce de gozos encendido
de la Esquila en los labios…
Y tras ella los hijos
que soportan la angustia de sus ansias
sobre duras promesas cabalgando…
Y va el ardor de siempre,
como un ardor sin tiempo ni reposo,
como un ardor sin cuando…
En el cáliz de bronce de una Esquila
carne y alma de fe, va todo el oro
de un fervor de cien años…

Fantasía de fuegos de artificio:
travesuras de inquietos angelotes
que alborotan luceros asustados.
Desboque de colores:
sarpullido de rojos,
carcajadas de blancos…
Se incendia la luciérnaga del pecho:
iris en ignición, trizas de luna;
en los ojos azul, rojo en los brazos…

Tamborino de rebotante panza,
bucólico pon-pon de eternidades,
de ritmos incansables, incensados…
Fluir de trinos, folias, alboradas,
flauta de un antojado Pan de mito,
el de peluda piel, groseros labios…

Honduras de silencio;
raudas prisas de fe por las arterias,
el espíritu en alto…
Y la virgen desciende,
en regalo de gloria,
a ofrecer a los hombres, de sus manos,
el panal encendido
de un Rosario de abejas
y el duelo presentido de un Calvario…

Ya la sacra imagen de la Virgen ha vuelto a su cobijo del templo. En loca algarabía de risas, llamadas a gritos y siseos, se desparrama el gentío. Pugnan, con ahincada premura, llegar a la calle del Perejil, donde ya los huertanos zalameros, gente la más avisada de la comarca, extienden en el suelo, sobre burdas mantas de arriería, verdaderos haces de varetas de nardos, cultivados y logrados a fuerza de lejanía de los humos sulfurosos de la mina.

Hay un verdadero pugilato por obtener algunos ejemplares de la aromática flor, que los vendedores – como lamentaba Rosarito- las cobraban a tres chicas la pareja y a tres un real, “los muy…!” Y sin embargo, media hora después podía verse el paso de la Virgen sembrado de nardos. En el pecho o el rodete de cada muchacha un par de ellos y uno al menos en la boca o tras la oreja de los muchachos. Un intercambio de flores se producía en los primeros minutos, después de besadas por los donantes, a igual que las ofrendadas a la Virgen del Rosario. ¡Ay, beso: que profusa es tu calidad…!

Rosarito devanaba madejas de fruslerías que tal vez ni siquiera vendrían a cuento con su preocupación cumbre: aquel descuido, aquella cobardía o bobada de no haberle contestado a Roque siquiera…El ras del pañolito que llevaba en las manos la devolvió a la realidad: había desgajado el leve festoncillo de crochet de una orilla del pañuelo, como contrapunto al “¡que rabia!” lanzado por segunda vez esta mañana.
Bajando ya por la estrecha y pina rambla que la llevaría al banco de mineral, emparejó con la vieja limpiadora del cuarto de listeros, señá María Josefa “la Gallega”, quien la puso al tanto de la hombrá que el capataz de las teleras nº 3, el tal “Mico”, había intentado cometer con aquella muchacha tan guapita del Ventoso.

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