sábado, 10 de mayo de 2008

LA TRAGEDIA NOVELADA ( VI )


Alfredo Moreno Bolaños para El Minero Digital
La de los ojos azules y el lunar en el carrillo ¿te acuerdas? Bueno: pues con esa. Fue ella la última a dejar los barcales al cuarto de herramientas y el “Mico” la agarró y la derribó; pero ella empezó a chillar y la morena de Nerva, que acababa de salir, la oyó y se volvió.
Y tú sabes el geniazo de la tal morena: pues fue y agarró y ¡chas!, le estampó un barcal en la cabeza al tío burro que lo dejó embobao. Acudieron algunos llenadotes y más zagalas, y por poco se lo comen. En resumidas cuentas: al enterarse el jefe dicen que ha dado parte a la Dirección, y al tío…guarro, Dios me perdone, lo han echado a casa hasta nueva orden, que ojalá y no sea mientras viva.
Por eso en las teleras – dijo Rosarito con gesto de asco – no hay que sobrellevar solo el humo que te ahoga y te pone tísica, sino a esa clase de tíos que se creen que a la pobrecita que tiene que barcalear no hay más que echarle mano y … ya está. Mira como no se atreven con la Rosa… - Y si no que se atrevan. Ellos saben, ellos saben. Además, que es muy fea…
Y se separaro riendo al borde mismo del banco. La “Gallega” siguió hacia el cuarto y Rosarito llegaba a poco a donde se hallaba instalada la tina, el gran cono bodeguero, libertando al grifo de la traba contra las tropelías de pinches y zagales.

ESTAMPAS
Los Pardos: El único medio de comunicación entre los vecinos pueblos y las minas eran unos mal llamados carriles, ni más ni menos que las huellas persistentes de caminos seculares, trazados en terrenos de cantos duros o afiladas pizarras por el cansino pisar de bueyes o de largas rehalas de esclavos, en el transporte avaricioso y tenas de carros rebosantes de riqueza minera al insaciable Betis.
Por tales sendas, maraña de veredas de cabras y atajos casi inaccesibles, trepaban, que no caminaban, los hombres del vecino pueblo de Zalamea la Real para salvar la bien servida legua que les separa de las minas, a donde diariamente acudían con exactitud solar.

Desde el extremo Oeste de la gran explanada del Alto de la Mesa, podían admirarse las hileras de trabajadores zalameros, rotas a veces en grupos por la inclemente contextura del sendero; pero todos, hileras o grupos, envasados de modo uniforme en un color marrón claro (siena natural), definido en su monotonía por los mineros con el remoquete de “pardos”, nada más exacto, por cierto, en su concreción.
Aquella tela de humilde frisa con que se confeccionaba esta ropa de trabajo, era hilada y tejida por laboriosas manos de mujer zalamera, y los ternos cortados y confeccionados por las mismas, con arreglo a un patrón tradicional, invariable, único.

Los Mojinos: El sobrenombre de “pardos”, despectivo y burlón con que los mineros crisparon a los zalameros por solo el color de su vestido, y que era a cada paso causa de chanzas, a veces molestas por groseras y que soportaban ellos con demasiada paciencia, pronto logró el desquite al aquellos otro calificativo que reflejaba fielmente una modalidad característica de los mineros, muy similar, en su manifestación externa a la de ciertos pájaros llamados “rabilargos” y, por el color negro del plumaje de la cabeza, “mojinos”. Estos animalitos poseen tan estricto sentido de la solidaridad, de la hermandad, que allá a donde se lanza uno en vuelo, allá le siguen todos; y allí donde cae uno al suelo, herido, lanzando gritos de dolor muy parecidos a los de la urraca, allá se lanza el bando alrededor del herido, con tal algarabía de graznidos de protesta, que han logrado impresionar a algún duro cazador.

Por donde el apodo de “mojinos”, devuelto por los zalameños a sus camaradas mineros, como rebote contra el simple de “pardos”, es ni más ni menos que un título de hermandad, unión y humana solidaridad. Con todo, ni el uno ni el otro mote, a cual más pueril, causó jamás honda odiosidad entre ambos pueblos vecinos, más que camaradas, hermanos en el dolor del durísimo tributo de trabajo que a diario rinden, mano a mano, al exigente clamor de “¡Vida, Vida!”…
LA CRUZ DE MAYO

En los primeros días del mes de las flores se celebran las fiestas en honor del símbolo universal del Amor: La Cruz.

Patíbulo de Cristo, es el imán exigente de las generatrices de toda oración cordial; erigido en cúspide y no en vaguada; en cumbre y no en bajuras. Basamento del más alzado trono; misterio divino, impenetrable, de la mano recia, es ¡todavía! Lo insospechado por sus mismos detractores: los que llegan a su costado, más no a su corazón; a su boca, más no a su corono…

Allá por el año 1887, aquellos días cruceros fueron sonados. Se estrenaba una cruz en la calle Montecillo: la cruz de la Eulalia. Esta mujer negociaba en tortas de aceite, pestiños, rosas de frito y …¡naturalmente! La Ulalia puso una cruz. El romero fue de rumbo: ella había regalado una garrafa de vino, ¡una arroba!, para ellos, y un cesto ¡hasta arriba! De rosas y pestiños para ellas. Fueron ajustados un guitarrero y un bandurrista para el baile, y la jira fue presidida por la propia Eulalia, a la que no faltó la “desinteresada” compañía de las numerosas mamás de tan numerosas muchachas.

La mayordoma era una chica guapísima, una tal María de los Ángeles –para todos Angelita-, que cabalgaba a la grupa de un dócil pero arrogante caballo, adornado de cintajos de colores, manta de madroños y vistoso petral de cascabeles que ritmaban su argentino tintinear con el paso postinero, pero solemne, del bello animal, llevado con mano de jinete enterado: un chico de 16 años de edad, hijo de un popular carnicero, famoso caballista también, por cierto.

El joven mayordomo vestía sombrero de ala ancha, media bota campera, chaqueta corta y estrecha faja colorada. Con estos típicos, castizos atavíos, se presentó en el Montecillo recoger a la guapísima mayordoma, que tocaba su linda cabecita con amplio sombrero de finísima paja y linda factura, discretamente adornado con rosas blancas y voladores lazos de verde esmeralda. A la garganta un collar de cuentecillas de coral. Bien ajustado corpiño de raso negro, amplias mangas adornadas con anchos encajes de bolillo color crema; enagua voladora de cien pliegues, a rayas serranas, rodeada de cinco airosos volantes minuciosamente fruncidos y a cuyos raros revoleos se dejaban apenas adivinar unas lindas, breves chilenas de charol, con brillante hebilla de plata y … y el arranque de unas medias azul claro, acuchilladas de blanco. A la cintura los obligados lazos, anchos, verdes, rojos y amarillos, en una admirable locura de colores, flotantes a los antojos del viento, y el pecho cruzado con la banda de la Cruz, de raso blanco, bordada en un marrón oscuro, con el lema tradicional: “Viva la Cruz”.


Los cánticos, salpicados de lindas flores de alusión, no cesaban en toda la alegre caminata. Eran coplas simples, de una transparente ingenuidad, sin presunciones de técnica, pero expresivas, muy expresivas:

Los bracitos de la Cruz
ni son cortos ni son largos:
tienen justa la medida
del abrazo de un hermano.

Cuando beses a la Cruz
bésala con gran fervor,
que fue en aquellos maderos
donde padeció el Señor.

La romería, o por mejor decir, los romeros, apenas dejada a la derecha la pequeña mina llamada “La Chaparrita”, dieron cara a los ventorros. Allí se dispuso la parada y de allí mismo se destacaron algunos muchachos en busca del romero a la elevada cumbre de la brava sierra, de donde a poco regresarán portando brazadas del aromático arbusto, y también de madroñeras y mortiñeras que liberales brindaban sus ariscos pero sabrosos frutos.

Ya el trasiego de vinaso barato levanta llamaradas de alegría; ya resuena el locazo de la guitarra y el trino chillón de la bandurria, enterrados en palmas y vivas a la Cruz bendita, y ya también el desenvuelto mayordomo, todo gentileza, sombrero en mano, revoleando los lazos de colores que lo adornan, ha invitado a la ruborosa mayordoma a romper el baile con las tres primeras seguidillas, según rito jamás violado en ninguna romería. Palmas acompasadas con el rebose de repique de bien tañidas castañuelas (croar de ranas en celo), rellenaban de gloriosa bullanga “el paseo”, o sea, la introducción al canto de los dos primeros versos de la copla, entre cuyas letras, estallantes de intención y pregoneras de amores, se escuchaban las siguientes:

Ya tiene su romero
la cruz bendita:
mayordomos de ogaño
Dios los bendiga.
¡Vaya pareja!
si el mayordomo es guapo
más guapa es ella.

Ahora sí que yo canto
con alegría
porque ha salido al baile
quien yo quería.
¡Y que bien baila!
fíjate en el revuelo
de las enaguas.

Por las cruces de Mayo
me pretendiste
y por los pirulitos
te arrepentiste.
Salí ganando
porque un hombre de veras
me está rondando.

Entre copla y copla nuevamente se produce el intervalo con iguales características de miradas, sonrisas y diálogo picado, a cada copla más insinuante, más gustoso…

Cumplido el rito riguroso de las tres primeras coplas bailadas por los mayordomos, varias parejas invaden el amplio corro y comienza un furioso pugilato de coplas de un espeso contenido de “indirectas”; declaraciones amorosas envueltas en el papel dorado del disimulo; dolidas réplicas tocadas de la inconfundible palidez de los celos; alusiones ofensivas con dureza de acero y … casi el ras de un abrir de navaja albaceteña. Además de a rosas y a vino, olía ya también un poco a sangre…

La Ulalia, la avisada crucera, puso el “alto” al baile colocando sus manazas sobre las tapas de la guitarra y la bandurria:

- ¡Alto, alto! Que bueno está ya lo bueno; que se nos va a secar el romero. Venga un trago y unos fritos para subir la cuesta de la Dehesa y ¡viva la Cruz Bendita!...

- ¡Y vivan los mayordomos! ¡Y viva la Ulalia!

Aquellos estridentes, pero sedativos vivas, festonearon a todo rumbo el pasar de los vasos de vino de meno en mano y, como la calumnia, de boca en boca.

Aquellos golosotes pestiños y aquellas rizadas rosas destilantes de rubia miel, alisaron los bruscos de las últimas coplas como lima fina o lija del cero… La camaradería, la alegría lisa y sana, sin picaduras, sin el contrapelo celoso que endurece los puños o abre las navajas, volvían a rociar su bendición de paz sobre el apiñado espesor de la romería.

Y regresaron al pueblo ya a pique de haberse escondido el sol; y fue aquella “entrá” del romero igual a tantas otras de tantos otros años; y el haz de romero fue bendecido por el coadjutor, que ya esperaba en el umbral de la iglesia avisado por el estrépito de vivas y coplas, embarullado en el croar de palillos, pom-pom de panderetas y rasguear de guitarra…

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