miércoles, 21 de mayo de 2008

LA TRAGEDIA NOVELADA ( XI )

Alfredo Moreno Bolaños para El Minero Digital

Aquel aparato ferroviario de destacada traza y desusada presencia, pronto provocó la concurrencia, en aquellos alrededores, de nutridos grupos de curiosos empeñados en conocer la causa de aquello tan insólito en la vida suave, lisa hasta el aburrimiento, de aquellas gentes de la tierra llana.

La Guardia Civil de escolta del tren, siguiendo órdenes de su jefe y a requerimiento del alcalde, que también habían ocupado un compartimiento en aquel coche-salón, despejaron los alrededores de la estación, sin que los curiosos vecinos de la milenaria ciudad amurallada lograsen la ansiada respuesta a su alarmada y pertinaz pregunta:”¿qué pasa, qué pasa?”…

Serían la 8,30 de aquella mañana, cuando el silbato de una locomotora, agudo y temas, hizo volver la mirada de los ya alejados curiosos iliplenses hacia el paraje conocido por los Bermajales. Un tren, inesperado a aquella hora, avanzaba, rápido, por la línea de Sevilla hacia el apeadero, con tal disloque de velocidad, que hacía suponer un seguro, disparado rebase de la estación. Y sin embargo, el tren se detuvo justo, exacto, paralelo al que ya esperaba.

Un toque de corneta, agudo y conciso, y minutos después una compañía de soldados de Infantería, con armas e impedimenta, se alejaba en los vagones del tren vecino, cuya locomotora, de las llamadas “chatas”, ya piafaba lanzando un espeso y negruzco penacho de humo, crenchas alborotadas de una Diana impaciente.

Aquella “operación militar” si que produjo sacudidas de alarma u ojos espantados entre los espesos grupos de curiosos, apretujados por la Guardia Civil bajo los arcos de las murallas, conocidos por Puerta del Agua y puerta del Buey.

- Pues algo gordo pasa por ahí arriba, tú..

- Si; pero… ¿qué será?’ ¿qué será?

Y la locomotora chucheaba su jadeo arrastrando el pesado tren, hasta ganar, gateando, el pié de la sierra, salvada ya la fastidiosa monotonía de la tierra llana.

La mañana del 4 de Febrero resultaba chica en el tiempo para contener tanta acción.

Aun el padre sol no había restregado su sonrisa mañanera por las alzadas cumbres de la sierra, y ya jadeaban, al aspeo del cansancio, muchos vecinos de las cercanas aldeas, sentados en los bancos de la Plaza de la Constitución. La sirena hizo sanar sus rigurosas pitadas, señalando a todos y cada uno el momento de comenzar la labor; pero solo los jefes y algún que otro capataz o encargado hicieron acto de presencia: el plante llevaba todas las trazas de un paro casi total. Se hacía imposible imaginar como la noticia de la inminente llegada de soldados había podido cundir por todo el pueblo y hasta podido cundir por todo el pueblo y hasta velar por los pueblos de alrededor. Lo cierto, lo palpable era que, desde las diez de la mañana ya se hallaba la explanada conocida por El Coso invadida por enorme concurrencia, y hasta los muros que circundaban la estación del mismo nombre estaban coronadas de hombres, niños y mujeres, llevados allí de la mano por la picara curiosidad de ver a los “pipiolos”, como vulgarmente, cariñosamente, llamaban a sus soldados los mismos padres que los daban “para servir al Rey”.

Serían las 11, las 11 de la mañana cuando arribó al andén de El Coso el “tren militar”, justamente calificado así por quien quiera que fuese, y momentos después se hallaba el andén totalmente ocupado por soldados e impedimenta.

Durante el viaje y puestos en estrecho contacto los señores que ostentaban la suprema autoridad de la provincia en sus distintos aspectos, aquellas que ellos llamarían sabias consignas del Exmo. Sr. Capitán General, habían calado en el ánimo de todos los ocupantes del coche-salón, y ahora, ya en el andén de la estación, ante aquellos muros coronados de gente minera y aun a través del más pulido optimismo, una antojada, temerosa quimera, les dibujaba en líneas rojizas algo así como el voleo de petardos y cartuchos de dinamita por el aire minero…

El Teniente Coronel de la Guardia Civil, con decisión digna de la misión de su elevado cargo, ordenó el desaloje total, sin consideración a nada ni a nadie, de toda la circundante muralla y de toda la explanada de El Coso.

Las tabernas y tiendas de las calles Huertas, Don Juan Prim y Trafalgar fueron cerradas. La medida precautoria era la justa, la procedente de un jefe militar digno de serlo.

Entre la masa de curiosos se hallaba, ¿Cómo no?, Rosarito que había bajado también, acompañada de su padre y de Roque y su madre.

La chica no había visto más soldados que algún que otro mozo, en uso de unos días de licencia, vestido de uniforme todo el tiempo de su estancia en el pueblo; por tal motivo tal vez sea razonable suponer en ella un ahincado interés en presenciar el desfile, ya admirable para ella en su antojadiza imaginación, de toda una compañía de soldados…

Pero un cabo de la Guardia Civil al mando de dos parejas, conminaba severo y rotundos:

- ¡Todo el mundo fuera! ¡despejen, despejen!...

Y, claro está, a igual que todo el mundo, hubieron ellos de despejar también. Roque y su madre, a paso ligero, apenas tuvieron tiempo para decir “adiós” a tío Juan y su hija. Se perdieron entre el gentío, calle Méndez Núñez adelante, y estos subieron la empinada pendiente que los dejaría en su calle de Sevilla, rincón de “los tizones”.

Rosarito entró en su casa con un hociquito de a cuarta y una arruga en el entrecejo, que su madre calibró al momento, arrancándole una sonora carcajada que a Rosarito, por cierto, no lo hizo “ni chispa de gracia”…

- Nada. No me pongas ese morro, que yo me alegro que os hayan echado, porque de esas cosas no hay que esperar nada bueno; y después que pasan las cosas…

- ¡Qué va a pasar ni pasar, mujer! – rechazó el tío Juan.

- Yo lo que tengo es muy mala suerte, ¡eah! – lamentó Rosarito-. Una vez que puede una ver lo que nunca ha visto, fíjate…

- Pues yo no voy porque me da mucho miedo, la verdad.- remachó su madre.

- ¡Ah! pues a la tarde, cuando venga Roque, me lleva papá a la plaza, ¿verdad, papaíto?

Y aquel “remolino”, como la llamaba su madre a cada paso, se colgó del cuello de tío Juan y le estampó un beso en cada párpado, “únicos sitios libres de pelos”, según expresión frecuente de la mimada e inquieta chavala.

Con el puño derecho cerrado a modo de trompeta, paseó varias veces el escaso comedor, arrollando sillas y marcando el paso a compás de la tocata “tararí, tararí, tararí”, según ella recordaba de una función que había visto en el teatro de Aguado, aquel teatrucho de madera del barrio de “La Alpargata”…

En este punto el novelista, sin compasión y tal vez demasiado cruel, traba de las manos y venda los ojos a su vieja y desafinada lira, para dejar paso libre al periodista: en este caso al corresponsal pueblerino del humilde semanario provinciano…

“A la tropa le fue servido un abundante rancho en el mismo anden, y a poco, los vecinos de la calle Don Juan Prim, contemplaban a través de los cristales de sus ventanas el lento desfilar de los soldados, calle arriba, a paso ordinario, mochila a la espalda y fusil colgado del hombro. Tras ellos y, al parecer, embebidos en animada charla, con todas las trazas de muy interesante, marchaba el nutrido grupo de las recién llegadas autoridades provinciales y locales.

La compañía de soldados ha doblado la calle Unión haciendo su entrada en la Plaza de la Constitución y situándose frente a la gran fachada del almacén de géneros, propiedad de la empresa minera, y en cuyo piso principal se hallan las dependencias del Ayuntamiento, con entrada por la calle Ezquerra, y cuyos balcones –uno corrido en el centro, voladizo y con dos puertas-, dan su frente a la citada plaza.

A las voces de mando del oficial y ejecutados los movimientos ordenados, queda la tropa formada en dos largas filas, dando la espalda al citado Almacén, que si el guarda abrió sus puertas por la mañana, pronto hubo de cerrarlas por falta de asistencia de empleados y dependientes.

Mientras tanto, la nutrida comitiva de autoridades, a la que se unió una representación de la empresa minera, toda atención y cortesía, penetraron en el lujoso hotel llamado popular y un oficialmente La Casa Grande. Este hermoso edificio, propiedad de la citada empresa, está situado en la calle Wert y su puerta principal da frente al primer banco de este lado de la plaza y a unos diez pasos de la misma.

Minutos después del bien servido almuerzo, finamente ofrecido por la dirección de las minas y de la obligada sobremesa, se dirigieron al Ayuntamiento, donde ya aguardaban, con disimulada impaciencia las comisiones de labradores y ganaderos de la comarca, y cuyos señores habían entendido no ser necesaria ninguna representación obrera.


Tanto la plaza como las calles de acceso a la misma, se hallaban ya invadidas por una abigarrada muchedumbre de toda edad y condición. Los bancos se veían totalmente ocupados, en su mayoría, por mujeres con sus pequeños en brazos y, hasta los espaldares desaparecían bajo una invasión de chiquillos encargados a lo alto de la férrea traza, sostenidos allí con destreza felina y en un verdadero milagro de equilibrio.

La espaciosa plaza se halla ocupada, hasta el monumental candelabro que se alza en su centro, por un imponente gentío llegado de todos los pueblos, aldeas y cortijos, viniendo a engrosar la ya ingente masa de mineros. Nos asegura un señor entendido en estos menesteres que, en un terreno prudente, podría calcularse en algo más de 4,000 el número de manifestantes.

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